Educación y sociedad


Adela Cortina

Catedrática de Ética y Filosofía Política. Universidad de Valencia.

 

Agradecemos a Adela Cortina y a la Revista Sal Térrea

su amabilidad al permitirnos ofrecerles el artículo

Educación y Sociedad”, publicado en dicha revista (09/01)




1. Republicanismo moral


Las sociedades moralmente pluralistas, aquellas en las que no hay un código moral único sino varios se encuentran inevitablemente con el problema de dilucidar qué personas o qué instituciones están legitimadas para determinar qué es lo moralmente correcto e incorrecto en las distintas cuestiones que afectan a sus vidas. Como en otras ocasiones he comentado, las religiones cuentan con distintas formas de magisterio, las comunidades políticas ponen en manos del Parlamento o de otras instituciones la capacidad de promulgar las leyes, pero en las sociedades pluralistas no hay un Magisterio Ético ni un Parlamento Ético, reconocidos por todo el cuerpo social. De aquí se sigue inevitablemente un cierto «republicanismo moral», es decir, que son los ciudadanos los que tienen que elevar el listón moral de sus sociedades, desde su capacidad de juzgar y de actuar, desde los distintos lugares que ocupan en la sociedad. Nadie puede hacerlo por ellos: son los protagonistas del mundo moral1.

Ahora bien, para que la vida compartida funcione bien en las repúblicas, y en este caso para que sea alto el nivel moral de la sociedad, importa que los ciudadanos tengan virtudes bien arraigadas y se propongan metas comunes desde el respeto mutuo y desde la amistad cívica. Cosas todas ellas imposibles de lograr si no es empezando desde la educación, empezando desde el comienzo a educar ciudadanos auténticos, verdaderos sujetos morales, dispuestos a obrar bien, a pensar bien y a compartir con otros acción y pensamiento.

¿Cuáles serían los ejes de esta educación, que es –como veremos– educación moral en el más amplio sentido de la palabra? Tres ejes vamos a proponer en este breve artículo, que no pretende ser exhaustivo, sino abrir caminos a la acción y la reflexión conjuntas: el eje de lo que vamos a llamar «conocimiento», la transmisión de habilidades y conocimientos para perseguir cualesquiera metas; la «prudencia» necesaria para llevar adelante una vida de calidad, si no una vida feliz; y la «sabiduría moral», en el pleno sentido de la palabra, que cuenta con dos lados esenciales, justicia y gratuidad.



2. La sociedad del conocimiento


En principio, y a pesar de las protestas de algunos grupos de que en nuestras sociedades «educar» acaba reduciéndose a «formar en habilidades y conocimientos», es bien cierto que educar en ambas cosas resulta imprescindible para tener una sociedad «alta de moral» y no desmoralizada. Y no sólo porque las personas que cuentan con conocimientos tienen más posibilidades de abrirse un buen camino en la vida, cosa que no siempre ocurre, sino porque una sociedad bien informada tiene mayor capacidad de aprovechar sus recursos materiales y es, además, menos permeable al engaño que una sociedad ignorante.

Como bien dice Sen, el nivel de ingreso de una sociedad no está directamente relacionado con su nivel de bienestar, porque muy bien puede suceder, y de hecho sucede, que sociedades con un bajo nivel de ingreso, pero con un buen nivel cultural, tienen un grado de bienestar más alto que otras con una renta per cápita más elevada. La cultura en sentido amplio permite aprovechar mejor los recursos; por eso importa potenciar las capacidades de las personas para llevar adelante el tipo de vida que elijan. Y, en este sentido, la educación en habilidades y conocimientos, entendida en sentido amplio, es un factor esencial del desarrollo, no sólo de las personas, sino también de los pueblos2.

Por otra parte, y en lo que hace a la posibilidad de evitar el engaño, a los ciudadanos de una sociedad pluralista les resulta imposible formarse un juicio moral acertado sobre temas que desconocen si no reciben la información adecuada. En cuestiones biotecnológicas, en relación con problemas económicos, en las sutilezas jurídicas, en las lecturas políticas, en las repercusiones de la red para la vida humana, en los dramas ecológicos y en tantas otras cuestiones extremadamente complejas, contar con información fiable es imprescindible para el juicio moral. En caso contrario, funcionan únicamente los prejuicios, y aunque es cierto que todo ser humano parte de «pre-juicios», de juicios previos, y que el proceso de conocimiento consiste en ir esclareciéndolos hasta formular juicios, no es menos cierto que, cuando el proceso de esclarecimiento e información no existe, sólo funcionan las etiquetas, las consignas, no la reflexión.

De ahí que resulte imprescindible contar con profesionales y con expertos, con gentes suficientemente informadas, preparadas para poner sus conocimientos al servicio. Que para hacerlo, para poner sus conocimientos al servicio, hará falta también una «buena voluntad», es obvio; pero es igualmente obvio que sin conocimientos, con el puro voluntarismo, una sociedad no crece humanamente. En este sentido, mejor le iría a nuestro mundo presuntamente «global» si los movimientos antiglobalización, en vez de limitarse a la manifestación y repulsa de lo que hay, presentaran alternativas moralmente deseables y técnicamente viables. Que en lugar de decir «¡globalización, no!», dijeran: «¡queremos que la globalización se oriente de esta y esta manera!».

Proponer alternativas realizables es lo que hacen quienes, desde una moral alta, ponen su saber al servicio y se esfuerzan por saber, precisamente porque quieren servir. No es desde la ignorancia desde donde se diseña y pone en marcha una banca de los pobres, una tasa para la circulación de capitales financieros, una renta básica de ciudadanía, instituciones internacionales de justicia, mecanismos de comercio justo, fondos éticos de inversión, fondos solidarios, investigación con células madre, «recolocación» de los expulsados de las empresas, control de la investigación biotecnológica en países en vías de desarrollo... No es desde la falta de conocimiento y habilidades desde donde es posible hacer un mundo más humano, sino todo lo contrario.

Necesitamos, por eso mismo, expertos en economía, en derecho, en empresariales y en humanidades, en biología, en medicina, que estén dispuestos, ante todo, a tres cosas: a diseñar en cada uno de sus campos alternativas humanizadoras y viables y a intentar ponerlas por obra; a presentar sus propuestas a los poderosos de la Tierra, de tal modo que, si se niegan a llevarlas a cabo, hayan rechazado una opción humana y viable, y no pronunciamientos abstractos; y a llevar sus conocimientos y opiniones a la esfera de la opinión pública, a ese ámbito en el que los ciudadanos de las sociedades pluralistas deliberan sobre lo justo y lo injusto.

En una «república moral», en la que el peso de la deliberación pública resulta decisivo, es imprescindible que profesionales y expertos informen adecuadamente. Pero para ello es preciso tener conocimientos: intentar adquirirlos es un deber moral. El proceso de adquisición empieza sin duda en la escuela y en la familia, pero continúa en Universidades y Escuelas Superiores, en ese mundo cuyo sentido y legitimidad estriba en formar profesionales, gentes con un profundo conocimiento de su materia y dispuestas a orientarse en la práctica por los valores y metas que dan sentido a su profesión3.

Porque –y aquí vendrá el segundo de nuestros ejes– la cantidad de conocimientos no nos convierte en sabios, como la cantidad de productos del mercado no nos hace felices. Las cantidades son siempre acumulaciones de cosas (técnicas, mercancías) que necesitan darse en una forma para resultar plenificantes desde el punto de vista humano. Y «darse en una forma» significa aquí «darse una buena meta», «perseguir un buen fin»; pero contando, claro está, con medios suficientes, con conocimientos profundos y puestos al día.



3. Una vida de calidad


Ciertamente, como con sobrada razón decía Aristóteles, con tanta destreza sabe fabricar venenos el que los utiliza para matar como el que los utiliza para sanar, tan diestro es en este arte el envenenador como lo es el médico; lo que hace buena la técnica, lo que hace bueno el conocimiento, es la bondad del fin que se persigue. Y aconsejaba, a la hora de determinar la bondad de la relación entre los medios y los fines, el uso de la prudencia. Siglos más tarde insistía Kant en que la prudencia es una virtud necesaria para orientar las habilidades hacia una vida feliz, y en que por esa razón debería educarse a los niños tanto para ser técnicamente habilidosos como para ser prudentes en la búsqueda de la felicidad4.

Sin embargo, se me hace a mí que la prudencia, con ser valiosa, es una virtud demasiado modesta como para pretender cosa tan radical como la felicidad. Por «felicidad» entendía Kant el conjunto de todos los bienes sensibles; por eso creía que era un ideal de la imaginación, y no de la razón. Pero tal vez resulte más adecuado llamar «bienestar» al conjunto de los bienes sensibles, a esos bienes que producen una satisfacción sensible, y reservar el término «felicidad» para una forma de vida en plenitud, en la que entran como ingredientes satisfacciones sensibles, pero no sólo ellas; entran –como veremos en el próximo apartado– otras dos formas de bienes, que llamaremos «de justicia» y «de gratuidad».

Con todo, el término «bienestar», empleado en expresiones como «Estado del Bienestar», «medidas de bienestar», «bienestarismo», resulta todavía confuso en exceso para tomarlo como meta de la virtud de la prudencia, y tal vez saldríamos ganando si lo concretáramos en algo tan preciado hoy en día como la «calidad de vida», inaccesible sin duda sin la mencionada virtud. Buscar una vida de calidad exige, a fin de cuentas, aprender a ejercitar un arte: el de atender cuidadosamente al contexto vital a la hora de trazar proyectos y tomar decisiones, ponderar las consecuencias que pueden tener las distintas opciones para el propio sujeto, para los suyos, para cualesquiera grupos o para la humanidad en general, y conformarse al fin con lo suficiente. Entre el exceso y el defecto: el arte de optar por la moderación, propio de las virtudes clásicas, tan estrechamente relacionado con el logro de una vida de calidad.

Recordemos cómo la expresión «calidad de vida» empieza a hacerse habitual a partir de los años cincuenta del siglo xx, y es en los setenta cuando adquiere una connotación semántica precisa, en estrecha conexión con la célebre distinción de Inglehart entre valores «materialistas» y «postmaterialistas»5. En 1964, Lyndon B. Johnson convierte en emblemática la expresión al afirmar que los objetivos de su política no pueden evaluarse en términos bancarios, sino en términos de «calidad de vida». En su parlamento enfrenta Johnson la «calidad de nuestras vidas» a la «cantidad de bienes», en el sentido de que la primera se va concretando, con el tiempo, en un tipo de vida que puede sostenerse moderadamente con un bienestar razonable, en una vida inteligente, presta a valorar aquellos bienes que no pertenecen al ámbito del consumo indefinido, sino del disfrute sereno: las relaciones humanas, el ejercicio físico, los bienes culturales.

Ciertamente, los estudios acerca de la calidad de vida y de las medidas de calidad de vida se han multiplicado desde entonces, aplicándose a campos como el desarrollo de los pueblos o las ciencias biomédicas6. Una conclusión común a todos ellos, en lo que aquí nos importa, sería que la calidad depende del ejercicio de actividades estrechamente relacionadas con la capacidad de poseerse a sí mismo, con la capacidad de no «enajenarse», de no «expropiarse»; sea sometiéndose a medios «extraordinarios» al final de la vida, sea perdiendo la vida cotidiana en cosas que no merecen la pena, como la cantidad de mercancías o la ambición ilimitada de poder, que impiden relacionarse libremente con otros seres humanos.

El prudente, el que «sabe lo que le conviene en el conjunto de la vida», trata de conservar las riendas de su existencia, no dejándose deslumbrar por la cantidad ilimitada de productos o deseos, que al cabo esclavizan, sino optando por las actividades que merecen la pena por sí mismas; por las que, por eso mismo, producen libertad. En este sentido, es un óptimo ejercicio de prudencia preferir tiempo libre para emplearlo en las relaciones humanas, en actividades solidarias y culturales, a optar por la cantidad del ingreso desmedido. Como lo es también apostar por ciudades con dimensiones humanas y no por urbes descomunales; elegir al amigo leal frente al conocido ambicioso; entrar por el camino de la cooperación, antes que por el camino del conflicto; negociar, y no enfrentarse, cuando la derrota está asegurada... El Reino de los Cielos es como un rey que, viendo que su adversario llevaba un ejército mucho mayor, le envió mensajeros pidiendo la paz y prefirió la pérdida parcial que una negociación implica siempre, a la inmensa pérdida de la derrota.

Contar con ciudadanos prudentes y con gobernantes asimismo prudentes, en los distintos campos en los que existen gobernantes y gobernados (político, académico, eclesial, empresarial, sanitario, etc.), es sin duda indispensable para organizar las sociedades y también la república de todos los seres humanos atendiendo a los criterios de calidad de vida y no de cantidad de bienes, sean del tipo que fueren. Sólo desde esta visión prudencial tiene sentido el enfoque de la sostenibilidad de los recursos naturales y humanos, la moderación a la hora de explotar los bienes de la ecosfera, pero también las energías de los seres humanos, que son todo menos infinitas.

En este sentido es en el que los educadores ayudan a sus educandos a resolver conflictos con prudencia, cosa que también hacen quienes imparten cursos de negociación en las empresas o en la Administración pública. Preferir la vida apacible, la aurea mediocritas, el mundo sostenible a la carrera desenfrenada es síntoma de inteligencia bien educada, de prudencia. Lo que ya es dudoso es que puedan identificarse calidad de vida y felicidad.



4. El sentido de la justicia y el sentido de la gratuidad7


Educar en la búsqueda de la calidad de vida es, sin duda, preferible a educar en la búsqueda de la cantidad de bienes, pero es, sin embargo, insuficiente para formar a una persona en el pleno sentido de la palabra, porque quien prudentemente persigue una vida de calidad para sí mismo y para los suyos, no siempre está dispuesto a atender a las demandas de justicia, ni está tampoco dispuesto a arriesgarse a ser feliz.

En cuanto a las demandas de justicia, las tiene en cuenta mientras no perjudiquen su bien, o mientras lo refuercen; pero si entran en colisión la calidad de su vida y las exigencias de quienes en ocasiones ni siquiera tienen los bienes básicos para sobrevivir, la prudencia puede aconsejar excluirlos sin más consideraciones.

Sobrada experiencia de este modo de actuar hemos tenido a lo largo de la historia y la estamos teniendo en estos últimos tiempos, por ejemplo, en relación con lo que se llama el «fenómeno de la inmigración»; fenómeno que se reduce a algo tan simple como que las gentes de los países desarrollados andan tan preocupadas con lograr cantidad de productos del mercado y, en el mejor de los casos, calidad de vida, que no les quedan energías mentales para pensar en el profundo malestar de los países «en vías de desarrollo», menos aún energías volitivas para tratar de ayudar a crear riqueza en esos países. Declaraciones sobre los derechos humanos, cuantas se quieran; pero quien en realidad está educado para buscar la cantidad de los productos y la calidad de su vida es inevitablemente «excluyente»: excluye a cuantos no entran en el cálculo prudencial de su bien.

Por eso, educar en el sentido de la justicia exige siempre ir más allá del cálculo y la prudencia. Pero no «ir más allá» en línea recta, como siguiendo un camino o la vía de un tren, sino en profundidad, en interioridad. Rumiando qué es lo que a fin de cuentas nos hace personas, qué es lo que a fin de cuentas me permite decir «yo», si no es el hecho de que los otros me han reconocido y me reconocen como persona y como «tú». Es la experiencia básica del reconocimiento recíproco, tal como se narra en el libro del Génesis –«ésta sí que es carne de mi carne y hueso de mis huesos»–, la que abre un sentido humano inteligente con dos vertientes igualmente inteligentes, igualmente sentientes: el sentido de la justicia y el sentido de la gratuidad.

El sentido de la justicia, del que tanto se ha dicho y escrito, es el que nos impulsa a dar a cada uno lo que le corresponde; y justamente sobre lo que se ha dicho y escrito es sobre qué le corresponde a cada uno, que es lo que recogen las distintas teorías de la justicia que en el mundo han sido. Pero en este momento básico, en esta básica experiencia del reconocimiento, lo que al otro y a mí se nos debe en justicia es lo que merecemos como personas. Y aquí viene la «pregunta del millón»: ¿qué merecemos como personas?

La historia humana es –decía Hegel– la historia de la libertad; y realmente puede leerse así nuestra historia. Sin embargo, yo propongo una lectura no menos acertada: relatarla como historia de la justicia. Porque al hilo del tiempo hemos ido cargando los dados de la justicia con exigencias inusitadas en épocas anteriores. Lo justo es que todas las personas gocen de alimento, vivienda, vestido, educación, atención en tiempos de vulnerabilidad, libertad de expresarse, formarse su conciencia y orientar personalmente su vida. Lo justo es que las sociedades que deseen estar a la altura de la mínima dignidad moral satisfagan estas necesidades básicas o promuevan las capacidades